viernes, 25 de enero de 2013

A casa

Recuerdo aquella vez, en la que me sonreías con timidez, y procurabas apartar la mirada. Y cómo tus manos se escondían en los bolsillos, y te ocultabas tras un espeso flequillo. Recuerdo cómo me acerqué, te tendí la mano y te ofrecí mi ayuda para cruzar la carretera. 
Te ofrecí comprarte caramelos, y dijiste que eso era de niños pequeños. "¡Claro!" exclamé, "tú ya no eres un niño pequeño", y sonreía mientras observaba tu escasa estatura y sostenía tu manita entre la mía. "¿Qué quieres, entonces?". "Yo quiero una moto. Una de verdad". "¿No crees que es peligroso?". "No", respondiste, completamente serio. "No puedo comprarte una moto ahora, no llevo tanto dinero. ¡Mira, un kiosko de helados! ¿No te apetece uno? A mí sí, uno muy grande, con mucho chocolate". Te mantuviste callado, hasta que entregué unas monedas y me dieron el que había pedido. Entonces señalaste uno en el cartón con el dibujo de todos los disponibles, y dijiste: "me gusta". "Para ti, entonces". Y te lo compré. 
Al cabo de un rato, te pregunté: "¿estás contento?". Te encogiste de hombros, pero yo vi esa mirada reluciente mientras dabas lametones a tu helado, yo vi esa mirada curiosa cuando entraste en casa y preguntastes por la televisión, yo vi esa mirada calmada un segundo después de arroparte y uno antes de que cerraras los ojos. Supe que te sentías en casa, supe que te sentías un hijo, por primera vez.
Desde ese día, no volviste a soltar mi mano cuando cruzábamos un paso de cebra.