Y despertó. Con los ojos abiertos, en una cama vacía,
mirando el techo. Sólo había calor en la parte que ella ocupaba; al echar su
brazo a un lado comprobó que la otra mitad estaba helada. Rodó hacia ese lado y
se hizo un ovillo. No había nadie, estaba sola. Completamente sola. Se ahogaba
entre tanto espacio. No había lágrimas, pero apretaba los ojos como si las
hubiera. Se tapó aún más con el edredón, tratando de transmitirle calor al
tejido que había bajo ella. Se imaginó pasar el resto de sus días así,
durmiendo en una cama igual de vacía y fría. Sintió algo que le oprimía la
garganta. Se incorporó, agarró el frasco de pastillas de su mesilla de noche,
se tragó unas cuantas con ayuda del vaso de agua que hacía compañía a caja
sobre la mesa y volvió a sumirse en un profundo sueño que la alejó de sus
miedos, de su realidad y de su escasa valentía para afrontarse al mundo.
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