jueves, 18 de abril de 2013

No todos los finales tienen sentido

No quiero buscar culpables. Y sólo hay uno, pero no creo que pensarlo ayude. De todos modos, yo me siento libre de culpa: yo luché hasta el final, lo intenté todo. No creo que nadie ose decir lo contrario. Puse todo de mi parte, me volqué. Para acabar caída. 
Sólo pedía una cosa, una cosa muy sencilla, nada fuera de lugar, nada estrambótico, nada que cualquier persona normal no pensara dar en una situación así. Y lo recibía, pero hace ya tanto tiempo... o quizá sea mi memoria, que modifique mi impresión del tiempo, que no sepa exactamente dónde se halla el comienzo del fin. O quizá sí. En la primera mentira, el primer ocultamiento, y la primera promesa por romper. Fui muy ingenua en aquel momento, pero a pesar de todo, no me arrepiento. Después de todo, no se puede acusar al ladrón antes del robo.
Después de tanto empeño por mi parte, recibí abandono. Recibí frases sin sentido que sólo justificaban el propio deseo de desfasarse de mala manera, de perderse entre alcohol y escotes, de no tener que darle a nadie la mano, a nadie que lo hubiera dado todo. Y resulta que lo que pedía era lo que más me costaba darle: resulta que quería ser cobarde, que quería rendirse al poco de empezar, que quería tener la vida de los que acaban arrepentidos y maltrechos. 
Lo que había se merecía tiempo, esfuerzo y detalles. Estas cosas se miman, como si fueran flores, se riegan día a día. Y lo más importante: se intenta ser mejor persona y sacar lo mejor de uno mismo. Pero eso es demasiado esfuerzo. Es más fácil huir, salir corriendo, llenarse de abrazos y besos falsos que no igualan en calidad pero superan en número.

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